miércoles, 24 de enero de 2018

Pero entre un año y otro —¿cambió el viento?

Doris Lessing
Doris May Tayler
(Kermanshah, Irán, 1919−Londres, Inglaterra, 2013)



Fábula

Cuando miro hacia atrás me parece recordar el canto.
Aunque siempre estaba en silencio aquel salón largo y tibio.

Impenetrables, creíamos, esos muros
oscurecidos de escudos antiguos. La luz
brillaba sobre la cabeza de una chica o sobre sus piernas 
jóvenes despatarradas. Y las voces bajas
subían en el silencio a perderse como en el agua.

Incluso, al estar todo tibio y quieto como una mano,
si uno de nosotros corría las cortinas
una lluvia bordada soplaba afuera con descuido.
A veces se colaba un viento que hacía bambolear las llamas
y proyectaba sombras agazapadas en las paredes,
o aullaba un lobo afuera en la noche vasta 
y al sentir que se nos helaba la carne nos acercábamos.

Pero la danza continuaba por un rato
—así me parece ahora:
formas lentas que se movían serenas a través
de charcos de luz como una red dorada sobre el piso.
Así debe haber seguido, para siempre, como un sueño.

Pero entre un año y otro —¿cambió el viento? 
¿La lluvia al final pudrió las paredes?
¿Vinieron los hocicos de los lobos a empujar los rayos caídos?

Hace tanto.
Sin embargo a veces me acuerdo del salón cortinado
y escucho las voces lejanas y jóvenes, que cantan.

Versión © Sandra Toro
***
De De nuevo el amor 
(fragmento)

 ... En algún momento de la edad adulta, la mayoría de la gente cae en la cuenta de que un siglo no es más que el doble de sus años. A partir de este pensamiento, toda la historia se precipita junta y a partir de este momento viven ya dentro de la historia del tiempo, en vez de mirarla desde fuera, como observadores. Sólo hace diez o doce veces su vida, Shakespeare estaba vivo. La Revolución francesa fue el otro día. Hace cien años, no mucho más, fue la Guerra Civil norteamericana. Antes parecía como algo de otra época, casi de otra dimensión del tiempo o del espacio. Pero una vez has dicho: Cien años es dos veces mi edad, te sientes como si hubieras estado en aquellos campos de batalla, o curando a aquellos soldados. Con Walt Whitman, quizás.
***
De El cuaderno dorado
(fragmentos)

Por razones de las que no voy a hablar, tempranas y valiosas experiencias en mi vida de escritora me dieron un sentido de perspectiva acerca de los críticos y comentaristas. Pero a propósito de esta novela, El cuaderno dorado, lo perdí: pensé que en su mayor parte las críticas eran demasiado tontas para ser verdaderas. Recuperando el equilibrio comprendí el problema. Y es que los escritores buscan en los críticos un álter ego, ese otro yo más inteligente que él mismo, que se ha dado cuenta de dónde quería llegar, y que le juzga tan solo sobre la base de si ha alcanzado o no el objetivo. 
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“…soy incapaz de escribir la única clase de novela que me interesa: un libro dorado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida. Ello se debe, sin duda alguna, a que me he desparramado en exceso. He decidido no volver a escribir una novela. Tengo cincuenta “temas” sobre los que podría escribir, y todos serían suficientemente aptos. Si hay algo de lo que podamos estar seguros, es de que seguirán fluyendo de las editoriales novelas aptas e informativas. Yo sólo poseo una de las menos importantes cualidades necesarias para escribir: la curiosidad. Es la curiosidad del periodista. Sufro tormentos de frustración y de deficiencia en razón de la imposibilidad de introducirme en las áreas de la vida que mi modo de vivir, mi educación, sexo, ideas políticas y diferencias de clase me prohíben. Es la enfermedad de alguna de la mejor gente de la época actual: los unos soportan bien sus efectos, mientras que los otros acaban cascados a causa de ello; es una nueva sensibilidad, un intento semiconsciente de alcanzar una nueva comprensión imaginativa. Pero eso, para el arte, resulta fatal. A mí sólo me interesa extenderme hasta el límite, vivir lo más plenamente posible.”

(1962 – del cuaderno negro)
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“…Janet se está despertando. Simultáneamente, Michael se remueve y siento su erección contra mis nalgas. El rencor adopta la forma siguiente: 'Claro, escoge este momento en que yo estoy tensa oyendo despertarse a Janet'. (…) Es una lucha agotadora. Michael me penetra por detrás, medio dormido, con fuerza y apretándome. Me posee de un modo impersonal, y por eso yo no reacciono como cuando le hace el amor a Anna (…) Mientras Michael se agarra a mí y me llena, en el cuarto vecino continúan los ruidos, y yo sé que él también los oye, y que parte de su excitación proviene de tomarme en momentos arriesgados, y que para él Janet, la niña de ocho años, representa en cierto modo a las mujeres, a las otras mujeres a quienes traiciona durmiendo conmigo…

… Durante los breves segundos que tardo en ponerme la bata para ir a ver a Janet, mi rencor se vuelve furibundo. Antes de reunirme con Janet, me lavo a toda prisa la entrepierna para que no la turbe el olor a sexo, a pesar de que todavía no sabe qué es. El olor me gusta y detesto lavarme con prisas; por eso me pongo de mal humor (…) Pero cuando cierro tras de mi la puerta del cuarto de Janet y la veo sacando la cabeza de la cama, con el pelo negro en desorden y la carita pálida (la mía) sonriente, mi rencor se desvanece tras la costumbre de la disciplina: casi enseguida se transforma en afecto (…) Me reduzco de tamaño por el cariño hasta ser como Janet, y me convierto en Janet.”

 (1962 – del cuaderno azul)
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“Ocurrió cuando hurgué en mis recuerdos y empecé a desenterrar alguna de mis propias fantasías. Pero a mi entender, lo importante era que pudiera leerse como una parodia, ya fuese irónica o seria. Pienso que esta es otra muestra de la fragmentación de todo, de la penosa desintegración de algo que me parece estrechamente ligado a lo que yo siento que es cierto acerca del lenguaje, es decir: la progresiva imprecisión del lenguaje frente a la densidad de nuestra experiencia.”

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char